Turún Turún en Revista Terminal

Turún Turún

Había más de una vez

Turún turún. Turún turún. Y a la tercera vez Fermín se dejó llevar. Una pata acá. La otra allá. La cola menea, para acá y para allá. Turún turún. Escuchó. Turún turún. Siguió. Sacudió la cabeza y  se le trenzó la cresta. Turún turin pam. Sucún davasán. Paró. Turún turún. Y volvió a caminar.
Fermín se miró las patas y vio como los tres dedos anaranjados seguían un compás. Miró la cola desplumada,  y ahí estaba, meneándose.
Lo más sorprendente para Fermín era escuchar esa música en la cabeza. Turún turún, oía. Y  patateaba. Turún turún, agitaba la cola. Desparramaba plumas.
Quiso mirarse la cara y caminó hacia el lago. Desde la orilla, asomó el pico sobre el agua. No tardó ni dos segundos en salir espantado cacareando. Agarradito de su cresta había un piojo negro. Sí, era todo negro, y llevaba bien puesta una camisa floreada, y un sombrero de paja. Fermín los conocía colorados, con rulos, melenudos, también azules, con barba y anteojos. Hasta sabía diferenciar los del norte de los del sur. Pero negros como éste, no había visto ninguno. Y mucho menos caribeños.
Fermín dio vueltas en círculos, aleteando. Hasta que se detuvo conservando esa expresión de espanto que le había dejado la lengua paralizada con forma de rayo. Con tantos giros, el turún turún se había disparado en variaciones de abecedario. Turón turín, turén turán, coreaba el piojo.
Y cuando Fermín paró de revolotear se miró de nuevo en el lago. Se quedó un buen rato viéndolo. Ahí estaba ese piojo  de camisa y con maracas. Parecía muy cómodo en medio de la cresta. Desde esa boquita se escuchaba : turún turún, cuando el piojo agitaba las maracas.
Fermín asomaba el pico al lago y lo sacaba. Miraba al piojo y se alejaba. Escuchaba la música y no podía impedir que el cuerpo respondiera al compás del son. Turún turún, se meneaba Fermín.
Cuando quería caminar, sonaba la música y no avanzaba. La cola se menaba con el primer turún. Las patas respondían al segundo. Fermín quería llegar a casa antes que cayera el sol, pero a ese ritmo, lo veía imposible. Así que se volvió a asomar al lago, miró en la cresta al piojo y hundió la cabeza en el agua.
Pero, apenas  sacudió la cresta para librarse del agua, el piojo retomó el paso. “Ahí paró”, pensó Fermín. Y al tercer vaivén, apareció el turún turún. “Ahí arrancó”. No lo podía creer, había metido la cabeza hasta el cuello y el piojo ¿no se había soltado? Fermín se acercó nuevamente a la orilla, asomó el pico con el entrecejo fruncido y lo vio. El piojo secaba sus pirinchos con un secador.
Ese bicho no era como los demás. Pensó entonces en buscarle una casa mejor. Entre turún turún y algunos pasos que Fermín podía dar sin menear, se fue a buscar un perro. Sí sí, un perro.
Faltaba poco para llegar a la primera granja del camino, pero cada paso que daba le llevaba, a Fermín, cuatro tiempos de baile. Y cuando tenía que doblar las patas se movían de costado. La cola se le enredaba en los arbustos.
Ilustracion de Verónica Franklin
De pronto, fue dar nomás un paso largo y vio venir corriendo, ladrando, al pastor inglés de Don Franco. Tenía los pelos largos y hasta sucios con rastas. Era el perro ideal para ofrecerle al piojo una estadía cómoda con abundante bufet. Fermín sacudió la cresta,  acercándose. Como un gesto de amistad dejó que lo oliera y hasta que le lamiera las patas. Cuanto más se acercara, más se tentaría el piojo.
Así aguantó hasta que el perro, lamiendo y lamiendo,  formó un Fermín de saliva. Entonces, al no escuchar la melodía, Fermín se fue alejando despacio. Sin trastabillar ni menear la cola. Pero, casi pasando la tranquera, un nuevo turún turún le enredó los pasos, le trabó las patas y Fermín cayó rodando.
La cara se le multicoloreó. Los ojos quedaron saltones. El son caribeño,  en su cresta de nuevo. ¡La kikirikí que los kicó! ¡kikípido piojo! Fermín hizo una corrida desprolija  intentando no acompañar el canto. Llegó finalmente al lago, asomó  el pico y una vez más lo vio al piojo ese. Ahí estaba, cómodo, comiéndose un choclo untado en manteca y sal.
Sin saber ya qué hacer recordó que su abuelo contaba historias de un mono que se la pasaba comiendo piojos ¿Dónde podría conseguir un mono de esos en este momento? Silbó, pensando. Cacareó, recordando. Pataleó, llorando. Pero nada se le venía a la cabeza más que ese piojo moreno de camisa anudada al ombligo.
El sol ya había caído. No le quedó otra opción que dejarse al piojo encima hasta el día siguiente. Así que ordenó las tres partes de la cresta y siguió rumbo al gallinero.
Turún turún. Escuchaba. “Ahí paró”, pensaba. Turún turún. Se meneaba. “Ahí arrancó”. Y por momentos, acompañaba el ritmo silbando. Susú susú, le salía. También, probó caminar para atrás a ver si los pasos pegaban con el turún susú.  Cuando llegaron al gallinero el piojo empezó a saludar a sus compadres. Fermín nunca había notado que en cada cresta había un bicho como éste. En realidad, eran parecidos a los que ya había visto, el único caribeño era el suyo. Ole ole ole, saludó uno que parecía español. Bonjour, piogó, se escuchó a una muy refinada. Andale andale, saltó una especie de mexicano. Aloha, movió sus caderas una morena. Inmediatamente el piojo de Fermín quedó flechado. A tal punto que el gallo tuvo que mudarse así de cerca.

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