Estación del ombligo

Cuando le pasé el dedo enjabonado lo noté. Fue novedoso, se me había pegado un lunar. Lo refregué, suponiendo que estaba sucio. Pero no.

Entonces me encorvé y con ambas manos estiré la panza hasta sacar para afuera el ombligo, lo más que pude. Lo vi. Me enjuagué despacito, ya estaba rojo e irritado de tanto apretujar con los dedos.

Con la punta de la toalla le hice un cosquilleo. Ni se mosqueó. Acerqué un espejo para verlo de cerca. Lo confirmé. Se me había pegado un lunar. Me embadurné en crema anti celulítica. Un asco. Elegí vestirme con una remera suelta que no rozara el ombligo.

Me colgué un morral, cruzado. Veintiocho cuadras tambaleó en el cuerpo entre el toqueteo del caño-manija que tenían los asientos. Me tocó ir parada.

Llegué y me junté con él. Por fin me saqué el morral. Esa cinta me estaba raspando. Y también me saqué la remera suelta que al final se me había pegado a la panza. Me encontré con él. 

Ese ombligo francés rociado de Paco Rabanne, totalmente rodeado de pelos morochos se me pegó, como el lunar pero en sopapa. Después, pegados por la crema y ahogados por el perfume, nos dormimos. Los cuatro. 


     LUS





Ilustración: Luciana G. Verbauwede http://lugverbauwede.blogspot.com/ 

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