Pica pica bajada de cordón

Pedro se cebó unos mates y salió corriendo hacia la estación de tren. Llevaba una mochila con una maza y un cortafierros. Llegó justito antes de que arrancara. Entró apretado como poroto de guiso en olla a presión. Viajó dos horas y cuarto hasta Berisso. Bajó y caminó a pasitos ligeros para donde no iba toda la gente.

Cuando llegó a la casa de Néstor Reyes inspeccionó el terreno. Había un patio delantero con plantas que rebalsaban de la tierra, piedras y un estanque que tenía peces japoneses. En el medio, sobresalía una de las piedras con un hierro oxidado incrustado en el centro. Después de ese patio empezaba la casa. Era inmensa, del mil ochocientos. Estaba un poco descuidada.

Pedro se presentó y pidió prestado el baño para cambiarse.  Con camisa de lona, boina para el sol y unos zapatos de goma, comenzó a medir lo ancha que iba a ser su obra. Determinó la mejor pendiente posible en el tramo del cordón de la vereda que necesitaba bajar. Se agachó para mirarlo de cerca. Según su oficio, el color de la piedra permite anticipar si es de mayor o de menor dureza. Entonces el picapedrero comenzó a picar y picar la bajada de cordón.

Al mediodía se echó al lado del estanque a descansar un rato. Tomó cinco mates, peló una mandarina y se puso a observar los peces que nadaban rodeando la piedra del hierro incrustado. Cabeceó un par de veces hasta que se dejó vencer por una siesta digestiva.

Lo despertó NéstorReyes, por suerte no habían pasado más de veinte minutos sin que lo viese trabajar. “Cuando termine con la bajada de la verada, tengo otro trabajito”, dijo. “¿Vio la piedra que está en el estanque? Bueno, quiero molerla para que mis peces tengan más lugar. Además el óxido de esa espada está manchando el agua. Mire ese pez, el más bigotudo, parece un dálmata”. Pedro levantó sus cejas cuando Néstor Reyes llamó espada a ese fierro. Asintió con la cabeza a cada detalle que le mostraba.

Al día siguiente… pica que te pica la bajada de cordón hasta que quedó como se le había pedido. Entonces Pedro hizo las terminaciones de su trabajo en la vereda y fue a estudiar el estanque. Lo miró de un lado, caminó hasta el otro. “Este laburito me va a llevar un día más, Don”, le dijo a Néstor Reyes. “La piedra es bastante oscura, me va a costar molerla ¿Le parece que empiece mañana?”. Néstor Reyes dijo que no había problema, y le dio una bolsa con bizcochos de grasa para acompañar sus mates en el tren.

Esta vez, Pedro agregó un par de ojotas en la mochila antes de salir corriendo hacia la estación. Llegó justito antes de que arrancara. Entró pegoteado como fideo en tortilla. Después de dos horas y cuarto llegó a Berisso. Se acomodó la mochila en la espalda, con su maza y cortafierros y sus ojotas, y caminó a pasitos ligeros para donde no iba toda la gente.

Cuando llegó a la casa de Néstor Reyes, se cambió. Los peces no estaban en el estanque sino que los habían trasladado a la bañera con un poco de esa agua estancada hasta que el picapedrero terminase.

Pedro se puso las ojotas, se remangó el pantalón y metió los pies en el agua. No le llegaba ni a las rodillas. Antes de picar le dio una mirada investigadora a la espada y levantó las cejas, asintiendo varias veces con la cabeza cuando vio que ese fierro tenía un mensaje grabado: “Quien pueda quitar esta espada de la piedra será Rey por un día”.  A Pedro se le escapó una risa burlona.

Al principio le costó pero después de unas horas de mazazos vio que el interior de la piedra era más blando. Ni para tomar unos mates paró el picapedrero. Al final de la jornada tenía la piedra hecha trizas y la espada entre las manos.

“Don Néstor, el estanque está listo para que vuelvan esos bichos. Dígame ¿qué hago con este fierro?”. Que lo tire al volquete de la esquina o que se lo lleve, si le sirve para algo, le dijo Néstor Reyes. Y Pedro se lo llevó. Tenía el ojo afilado para transformar chirimbolos en utensilios. Este era de metal  y tenía mango, podía servirle para mover el carbón en la parrilla.

Durante el fin de semana se tomó el tiempo para limpiarlo. Se hizo unos mates, cazó un rollito de lana de acero y dele nomás a la espada. Le pasó un producto para metales y el pedazo de fierro que había estado incrustado en la piedra quedó como nuevo.

Pedro vivía en una casilla a unas diez cuadras de la estación. La había construido él, con la ayuda de un vecino. Era una estructura de tablas de madera con techo de chapa. Tenía una cama al lado de la ventana, una mesa y dos banquitos.

Los había hecho él, porque se daba maña para utilizar las cosas que encontraba tiradas. Con pedazos de alambrado se había armado grillas en las paredes para colgar cajas sostenidas por ganchos. Allí guardaba paquetes de arroz, fideos, latas. A un carrete de madera, de esos que se utilizan para enrollar cables, lo atesoraba convertido en mesa. Había forrado cajones de bebidas con lona para sus banquitos y aprovechado una damajuana vacía como lámpara. Así que a esta espada, si no servía para la parrilla, le iba a encontrar un buen uso.

Ya había caído el sol del sábado. Pedro encendió la radio para escuchar el último partido del día y se llevó el mate y una mandarina a la cama. Apoyada en la mesa-carrete había dejado la espada.

Por la mañana, lo despertó un murmullo de gente. La luz que entraba por la ventana le apuñaló el ojo. Con el otro, pegoteado aún, vio que estaba durmiendo en una cama enorme con sábanas de seda. A su izquierda, lo esperaba un asistente vestido a la antigua con una bata entre las manos. A su derecha, otro personaje parecido al anterior, con una bandeja de oro y un desayuno que tenía panes, facturas, jugo de naranja, café, leche, frutas, huevos pero no su termo con el mate. A sus pies, tres más le mostraban pares de zapatos para que eligiera.

Pedro se dejó caer sobre la almohada y cerró fuerte los ojos. Y cuando los abrió seguía sin entender nada ¿Y su casilla? ¿La mesa-carrete? ¿Los mates? ¿Las mandarinas? Entonces se refregó esperando que todo fuese un sueño. Pero no. Rey Pedro, le decían estas criaturas esperando que se levantara de la cama. Sólo uno se atrevió a comentar que habría tenido una mala noche.

Pedro se reincorporó de golpe y fue hasta la primera ventana a su alcance. La abrió y pudo ver... Las casillas que ahora eran chalets. A la plaza que antes tenía las hamacas rotas y el tobogán torcido, la veía convertida en un parque de diversiones. Desde esa ventana podía ver el tren, a lo lejos, con destellos de luz de tanta limpieza. Vio patos en el lago que rodeaba al castillo, nadando sin basura a su alrededor como estaba acostumbrado a encontrar. Y a personajes como los que estaban en su cuarto, pero dando vueltas en las afueras del castillo.

No quiso preguntar, estaba convencido de que todo esto era una alucinación. Entonces ordenó que le trajeran su mochila con la maza y cortafierros, y con lo que le dieron se vistió para salir corriendo del castillo a la estación de tren. Llegó justito antes de que arrancara. Un montón de personas lo seguían, asombrados de verlo atravesar el pueblo.

Esta vez, cuando entró al vagón, no se sintió pegoteado ni en un guiso. Todos se pasaron al vagón de al lado para dejarle lugar. Viajaba prácticamente solo, salvo por los asistentes que lo seguían a todas partes. Después de dos horas y cuarto llegó a Berisso. Se acomodó la mochila en la espalda, con su maza y su cortafierros, y trató de caminar a pacitos ligeros para donde no iba toda la gente. Pero lo siguieron igual. Algunos se impresionaban por su espontaneidad. Otros pensaban que se había vuelto loco. Los de más atrás escuchaban todo el palabrerío que venía de adelante y sacaban sus conclusiones. Que era el hermano gemelo del Rey, decían. Que iba a encarcelar a su enemigo. Y no faltó quién dijo que habría salido corriendo a declararle su amor a una mujer para convertirla en reina.

Cuando llegó a la casa de Néstor Reyes inspeccionó el terreno. ¡Ahí estaba su trabajo de la semana! Había una bajada de cordón y un estanque limpio donde nadaban peces japoneses. En mitad del agua, ya no sobresalía aquella piedra con aquel hierro oxidado incrustado en el centro. La casa era grande, de esas del mil ochocientos. Y seguía descuidada.

Dio unos golpecitos en la puerta y llamó al dueño. “Vine a cobrar”, le dijo a Néstor Reyes. No se lo veía perturbado por la situación en la que estaba, sino más bien preocupado por si no le llegaban a pagar el trabajo ahora que tenía coronita. Pero Néstor Reyes fue corriendo a buscar sus ahorros para dárselos a Rey Pedro. “Es todo lo que tengo, Señor, pídame cualquier otra cosa con lo que pueda compensarlo por tan poco”, le dijo. Pedro no quiso cualquier otra cosa, simplemente tomó el monto que le correspondía y le devolvió el resto.  "¿Tiene una bolsa de bizcochos de grasa como la otra vez?”, le preguntó.

La gente que los rodeaba parecían espectadores de una obra de teatro. “Cómo no, alteza”. A Pedro se le escapó una risa burlona. Néstor Reyes le acercó todos los bizcochos que tenía en su casa. “Si es necesario voy a buscar más adonde sea”, le dijo. Rey Pedro le agradeció por demás y se fue rumbo a la estación de tren, satisfecho con lo que había ido a buscar. La multitud se movía con él. Miró a los asistentes que aún permanecían a su lado y dijo que le gustaría tomar unos mates durante el viaje de regreso. Fueron las únicas palabras que les dirigió. Estaba seguro de que él podía hacer todo el resto, pero en ese momento no tenía termo y mate cerca. Dos de ellos salieron de inmediato a conseguirlo.

Ya en el vagón, se sentó cómodo con su bolsa de bizcochos de grasa y un par de manos extra que le cebaban mate. Sentado, de regreso a su castillo, se sintió feliz de haber cobrado. “¿Será como dice la espada?”, pensó. Sólo por un día…





LUS

Ilustración: Luciana G. Verbauwede http://lugverbauwede.blogspot.com/

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